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le llevó a la cafetería.
Por el camino, Lucas Maggiore se volvió hacia el joven Lucas.
- Lucas y Lucas... Demasiados Lucas para un solo establecimiento. ¿No te
puso Matteo otro nombre?
Lucas estuvo un momento pensando.
- Bien, algunas veces papá me llama Tedeschino.
- Estupendo. En la cafetería ése será tu nombre. ¿De acuerdo?
- Muy bien.
De manera que con ese nombre fue como Lucas fue presentado a los
empleados de Espresso Maggiore. Su tío le dijo que el trabajo comenzaría al
mediodía del día siguiente, le anticipó el sueldo de una semana y le dejó irse.
Después de eso se veían el uno al otro ocasionalmente, y algunas veces,
cuando su tío deseaba compañía, le preguntaba al joven Lucas si le gustaría
comer con él o escuchar música en la sala de recibo de Mrs. Dormiglione. Pero
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Lucas Maggiore había arreglado las cosas para que el joven Lucas viviese a su
propia manera, con entera libertad, y sin embargo, se mantenía lo bastante
próximo para que el muchacho no se metiese en ningún lío serio. Consideraba
que había hecho lo mejor para su sobrino y estaba en lo cierto.
De manera que Lucas pasó su primer día en Nueva York con una firme
base bajo sus pies.
Pensó que la ciudad hubiese podido ser más agradable, pero en cuanto a
él mismo se refería, le estaban dando una justa oportunidad. Se sentía un poco
aislado, pero eso era algo que estaba seguro acabaría por remediar.
Un año después, con un verano más benigno le resultaría más fácil
encajarse en el marco de la ciudad. Pero ese año, la mayor parte de las
personas no se sentían tranquilizadas. Ese año no se tomaron vacaciones,
porque estaban preocupados con sus actitudes invernales, y de esta manera
Lucas descubrió que los neoyorquinos comían lo mismo en su misma mesa en
el restaurante, que te vendían un billete para el cine, que te estrujaban en un
autobús atestado, y que a pesar de todo cada uno de ellos parecía estar detrás
de un muro impenetrable.
Con otro tío, se hubiera sentido envuelto en un ambiente familiar muy
parecido al que había dejado detrás. En otra casa, hubiera podido tener otra
habitación en la que pronto le habría sido posible recibir a sus vecinos y
adquirir amistades. Pero las cosas se combinaron de tal forma, que la clase de
vida que vivió durante el siguiente año y medio fue completamente
independiente. Reconoció la situación, y con su estilo metódico y lógico
comenzó a considerar qué clase de vida necesitaba.
Espresso Maggiore era esencialmente una gran sala, con un mostrador en
uno de los extremos, en el cual se alzaba la máquina exprés y eran guardadas
las tazas limpias. Había pesadas y elaboradamente talladas mesas de Venecia
y Florencia, algunas con mármol y otras sin él. Aparte de los murales
realizados en un moderno estilo italianizado por uno de los artistas de la
vecindad, en las paredes había cuadros pintados al óleo y con marcos dorados
en los que se advertía el paso del tiempo. En cada una de las mesas había un
azucarero y una pequeña minuta en la que se hallaban inclinadas la diversas
clases de café que se servían y la pequeña selección de helados y dulces. Las
paredes estaban pintadas con un subido tono amarillo crema, y las luces eran
tenues. La música que sonaba al fondo brotaba de dos altavoces ocultos en
dos armarios auténticamente Cinquencento, y de vez en cuando uno de los
habituales parroquianos traía un busto vagamente romano y una estatua que
entregaba al gerente para tener la satisfacción de verlos exhibidos en un
pedestal de madera en uno de los rincones.
La máquina exprés dominaba la sala. Cuando Lucas Maggiore abrió por
vez primera su trattoria, compró una moderna máquina eléctrica de segunda
mano pero casi nueva, con un cromado resplandeciente, y la palabra
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ATALANTO proclamando el nombre del fabricante en elevadas letras que se
destacaban sobre el tubo más superior. Cuando el local fue decorado de
nuevo, la máquina fue vendida a una kaffeneikon y otra máquina una de las
viejas de gas, fue colocada en su lugar. Esta era un gran vertical cilindro con
una parte superior en forma de campana de níquel plateado, con las cabezas
de unos querubines colocados en los costados y un águila rampante en lo alto
de la campana. Desde el mediodía a las tres de la mañana cada día, excepto
los lunes, los habitantes del Village y los turistas atestaban Espresso Maggiore,
y sentados en las sillas con respaldo de alambre, tomaban capuccino con
preferencia al verdadero exprés, que es amargo, e interrumpían sus
conversaciones cada vez que la máquina siseaba al soltar el vapor.
Además de Lucas, en Espresso Maggiore había cuatro empleados más.
Carlo, el gerente, era un fornido y casi siempre silencioso hombre de unos
treinta y cinco años, cortado de la misma pieza que Lucas Maggiore y
contratado por esa razón. Era él quien se encargaba de la máquina, quien
usualmente cobraba y quien supervisaba el trabajo y la limpieza. Le enseñó a
Lucas cómo debía moler el café, le dijo que pasara siempre el paño por las
mesas y que tuviese llenos los azucareros, le enseñó a limpiar los platos y las
tazas con la mayor eficacia, y después de eso le dejó en paz, puesto que el
muchacho realizaba bien su trabajo.
Había tres camareras. Dos de ellas eran, más o menos típicas muchachas
del Village; una de ellas era del Midwest y la otra de Schenectady, y ambas
estudiaban arte dramático y venían a trabajar desde las ocho a la una. La
tercera camarera era una muchacha de la vecindad, Bárbara Costa, tenía
diecisiete o dieciocho años y trabajaba toda la jornada. Era una muchacha
encantadora y delgada que hacía su trabajo expertamente y no perdía el
tiempo hablando con los muchachos del Village, los cuales venían durante las
tardes y permanecían durante horas con una sola taza de café porque nadie se
preocupaba de ellos, con tal de que el establecimiento estuviese atestado.
Debido a que ella permanecía allí todo el día, Lucas llegó a conocerla mejor
que a las otras dos muchachas. Se entendían bien, y durante los primeros días
ella se tomó la molestia de enseñarle la manera de llevar cuatro o cinco tazas
de una vez, de recordar los pedidos complicados y de hacer rápidamente la
cuenta. A Lucas le agradaba por su carácter amistoso, respetaba su pericia
porque estaba organizada en una forma que él comprendía y se sentía
agradecido por tener una persona con la que podía hablar en los raros
momentos en los que sentía el deseo de hacerlo así.
Al cabo de un mes, Lucas se había aclimatado a la ciudad. Se aprendió de
memoria la complicada red de calles sin números que había debajo de
Washington Square, conocía las principales rutas del metro, encontró una
buena y barata lavandería y una tienda en la que compraba los pocos artículos
alimenticios que necesitaba. Había investigado el sistema de registro y los
requerimientos de ingreso en el City College, había enviado una carta a
Massachussets para solicitar detalles y se había inscrito en el local Selective
Service Broad, donde las notas que obtuvo en el examen de aptitud técnica le
sirvieron para salvar su atraso. Su propósito era inscribirse al cabo de un año
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como estudiante de ciencias físicas, pues para eso era para lo que se
encontraba en Nueva York. De manera que, hasta entonces, había conseguido
establecer sus circunstancias de forma que encajaran en sus necesidades.
Pero lo que su tío le había sugerido el primer día que llegó a la ciudad,
estaba comenzando a girar en la mente de Lucas. A veces se sentaba para
pensar en ello sistemáticamente.
Tenía dieciocho años, y se hallaba próximo al punto álgido de su vigor
físico. Su cuerpo era un mecanismo excelentemente diseñado, con definidas
necesidades y funciones. Ese particular año era el último período de tiempo
libre que podía esperar disfrutar durante los próximos ocho años.
Sí, decidió, si alguna vez iba a tener novia, nunca se le presentaría mejor
oportunidad que entonces. Disponía de tiempo y de medios, e incluso tenía el
deseo. La lógica le indicaba el camino, de manera que empezó a buscar en
torno suyo.
CAPITULO VII
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