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aplazaba. ¿No estaba él decidido a ser muy enérgico? ¿No estaba decidido a salvar, si era tiempo, los
intereses de su hijo, y a darle el ejemplo de la propia dignidad? Pues no había para qué precipitar las
cosas. Tampoco quiso, por lo pronto, tener explicaciones con Nepomuceno. Tiempo había. Sin embargo,
las circunstancias le obligaron a anticipar en este respecto su actitud enérgica. Ello fue que de Cabruñana,
concejo de la marina donde los Valcárcel tenían algunas caserías, procedentes de bienes nacionales,
llegaron malas noticias respecto de cierto mayordomo de segundo orden, que allí hacía mangas y capirotes
de las rentas de Emma, perdonando anualidades atrasadas, o por lo menos aplazando el cobro
indefinidamente, colocando por su cuenta a réditos el dinero cobrado; en suma, explotando en provecho
propio los bienes de sus amos. Nepomuceno no quería dar importancia a la denuncia. Se trató el asunto
a la hora de cenar, y cuando don Juan y el primo convinieron en que se hiciera la vista gorda, con gran
Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo
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sorpresa de todos los presentes, que eran aquellos Valcárcel y los Körner, Bonifacio, con voz temblorosa,
pero firme, aguda, chillona, pálido, y dando golpecitos enérgicos, aunque contenidos, con el mango de
un cuchillo sobre la mesa, dijo:
-Pues yo veo la cosa de otra manera, y mañana mismo, ya que el bautizo se retarda, porque no quiere
Emma que el niño se constipe con este mal tiempo, mañana mismo, aunque lo siento, tomo yo el coche
de Cabruñana y me voy a Pozas y a Sariego, y le ajusto las cuentas al señor de Lobato. No quiero que se
nos robe más tiempo.
Hubo un silencio solemne. Bonis no vaciló en compararlo al que precede a la tempestad. Por de
pronto, era el que trae consigo lo sorprendente, lo inaudito. Comprendía Reyes que estaba allí solo, que
los Valcárcel y sus futuros afines los Körner se lo comerían de buen grado. No era que él no estuviera
azorado, casi espantado de su audacia; lo estaba. Pero ya se sabía que un diligente padre de familia tiene
que ser un héroe. Empezaban los sacrificios, y bien que dolían; pero adelante. La seriedad de la nueva
lucha se conocía en eso, en el dolor.
Todos miraron a Bonis, y después a don Nepo, que era el llamado a contestar.
Don Juan, que era sumamente moroso y tranquilo, había cambiado mucho con las enseñanzas y
excitaciones de Marta. Además, fiaba mucho de la debilidad y de la ignorancia del enemigo. No se
anduvo por las ramas. Se fue derecho al bulto. Nada de eufemismos. Sólo en el tono de la voz, sereno,
reposado, había cierta lenidad.
-¿Eso de robaros, supongo que no lo dirás por mí?
Si las palabras de Bonis eran un guante, quedaba recogido con toda arrogancia. Antes que contestara
Reyes, don Nepo miró satisfecho a su novia, que aprobó su valentía con la mirada.
En aquel momento Bonis, que no esperaba una batalla decisiva, un duelo a muerte como aquél, se
acordó con terror del anónimo de dos días antes, que había olvidado en absoluto, por la gravedad de los
acontecimientos.
-El purgatorio es esto -pensó-. Yo he pecado. Yo he dilapidado, yo he robado el caudal de mi hijo, y
ahora estoy en el purgatorio, que es así, hecho de lógica y ética, nada más que de lógica y ética.
-¡Por Dios, tío! -dijo pausadamente y procurando que en su voz hubiese mesura y entereza-. ¡Por
Dios, tío, cómo lo he de decir por usted! Lo digo por Lobato, que es un gran ladrón.
-Un ladrón consentido por mí años y años, si hemos de creer lo que dice Pepe de Pepa José, el
denunciante quejoso... Por lo visto, Lobato y yo estamos de acuerdo para arruinaros a vosotros, para
acabar con los bienes de Cabruñana.
-Nadie dice eso, tío; nadie dice...
-Lo que yo digo, señor Reyes -y el señor don Juan Nepomuceno dio un puñetazo, no muy fuerte,
sobre la mesa-, es que tú no eres un hombre práctico, y que te sienta mal el papel que quieres inaugurar
al estrenarte de padre de familia.
Una carcajada de Marta, seca, estridente, que quería ser una serie de bofetadas, resonó en el comedor,
con pasmo de sus mismos aliados. Todos se miraron sorprendidos. Marta, con el rostro de culebra que
se infla, repitió la carcajada, mirando con cinismo a Bonis.
El cual miró también a su buena amiga sin comprender palabra de aquella risa inoportuna.
Y prosiguió don Nepo:
-Un hombre práctico, de experiencia en los negocios, no exagera el celo ni el recelo, ni cree en
habladurías. Bueno sería que yo, v. gr., fuera a creer lo que me decía un anónimo que recibí hace días,
asegurándome que tú habías cobrado dos mil duros de una restitución hecha bajo secreto de confesión
a la herencia de tu suegro.
-¡Todo lo que yo cobrase sería mío! -exclamó con voz clara, alta, positivamente enérgica, el amo de
la casa, poniéndose en pie, pero sin dar puñadas sobre la mesa.
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