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había que hacer y que Rocamadour se curaría en dos o tres días. Todo tan
insuficiente, tan de más o de menos. ¿Por qué estaba él ahí? Un mes atrás
cada uno tenía todavía su pieza, después habían decidido vivir juntos. La
Maga había dicho que en esa forma ahorrarían bastante dinero, comprarían un
solo diario, no sobrarían pedazos de pan, ella plancharía la ropa de Horacio,
y la calefacción, la electricidad... Oliveira había estado a un paso de
admirar ese brusco ataque de sentido común. Aceptó al final porque el viejo
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Trouille andaba en dificultades y le debía casi treinta mil francos, en ese
momento le daba lo mismo vivir con la Maga o solo, andaba caviloso y la mala
costumbre de rumiar largo cada cosa se le hacía cuesta arriba pero
inevitable. Llegó a creer que la continua presencia de la Maga lo rescataría
de divagaciones excesivas, pero naturalmente no sospechaba lo que iba a
ocurrir con Rocamadour. Aun así conseguía aislarse por momentos, hasta que
los chillidos de Rocamadour lo devolvían saludablemente al malhumor. «Voy a
acabar como los personajes de Walter Pater», pensaba Oliveira. «Un soliloquio
tras otro, vicio puro. Mario el epícureo, vicio púreo. Lo único que me va
salvando es el olor a pis de este chico.»
Siempre me sospeché que acabarías acostándote con Ossip dijo Oliveira.
Rocamadour tiene fiebre dijo la Maga.
Oliveira cebó otro mate. Había que cuidar la yerba, en París costaba
quinientos francos el kilo en las farmacias y era una yerba perfectamente
asquerosa que la droguería de la estación Saint-Lazare vendía con la vistosa
calificación de «maté sauvage, cueilli par les indiens», diurética,
antibiótica y emoliente. Por suerte el abogado rosarino que de paso era su
hermano le había fletado cinco kilos de Cruz de Malta, pero ya iba quedando
poca. «Si se me acaba la yerba estoy frito», pensó Oliveira. «Mi único
diálogo verdadero es con este jarrito verde.» Estudiaba el comportamiento
extraordinario del mate, la respiración de la yerba fragantemente levantada
por el agua y que con la succión baja hasta posarse sobre sí misma, perdido
todo brillo y todo perfume a menos que un chorrito de agua la estimule de
nuevo, pulmón argentino de repuesto para solitarios y tristes. Hacía rato que
a Oliveira le importaban las cosas sin importancia, y la ventaja de meditar
con la atención fija en el jarrito verde estaba en que a su pérfida
inteligencia no se le ocurriría nunca adosarle al jarrito verde nociones
tales como las que nefariamente provocan las montañas, la luna, el horizonte,
una chica púber, un pájaro o un caballo. «También este matecito podría
indicarme un centro», pensaba Oliveira (y la idea de que la Maga y Ossip
andaban juntos se adelgazaba y perdía consistencia, por un momento el jarrito
verde era más fuerte, proponía su pequeño volcán petulante, su cráter
espumoso y un humito copetón en el aire bastante frío de la pieza a pesar de
la estufa que habría que cargar a eso de las nueve). «Y ese centro que no sé
lo que es, ¿no vale como expresión topográfica de una unidad? Ando por una
enorme pieza con piso de baldosas y una de esas baldosas es el punto exacto
en que debería pararme para que todo se ordenara en su justa perspectiva.»
«El punto exacto», enfatizó Oliveira, ya medio tomándose el pelo para estar
más seguro de que no se iba en puras palabras. «Un cuadro anamórfico en el
que hay que buscar el ángulo justo (y lo importante de este hejemplo es que
el hángulo es terriblemente hagudo, hay que tener la nariz casi hadosada a la
tela para que de golpe el montón de rayas sin sentido se convierta en el
retrato de Francisco I o en la batalla de Sinigaglia, algo
hincalificablemente hasombroso).» Pero esa unidad, la suma de los actos que
define una vida, parecía negarse a toda manifestación antes de que la vida
misma se acabara como un mate lavado, es decir que sólo los demás, los
biógrafos, verían la unidad, y eso realmente no tenía la menor importancia
para Oliveira. El problema estaba en aprehender su unidad sin ser un héroe,
sin ser un santo, sin ser un criminal, sin ser un campeón de box, sin ser un
prohombre, sin ser un pastor. Aprehender la unidad en plena pluralidad, que
la unidad fuera como el vórtice de un torbellino y no la sedimentación del
matecito lavado y frío.
Le voy a dar un cuarto de aspirina dijo la Maga.
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